jueves, 16 de junio de 2011

Corazón Animal (Poemario por Alan Corvis; Parte IV)






CORAZÓN ANIMAL

Alan Corvis.






Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar...
P.B. Jacob










Prólogo:

   
La colección de versos "Corazón animal" se fue formando de poemas de las más diversas temáticas. Poemas entera y estrictamente emotivos, sin un objeto determinado en común. Un collage de sensaciones, experiencias vitales, reflexiones personales que han ido quedando plasmadas en mis líneas. Autobiográficos algunos, irreales otros,  no obstante, todos sinceros, fieles a las impresiones que acudían raudas a mi mente, o al corazón. En ese proceso de escritura, que inició de manera, digamos, más o menos formal, cuando tenía 18 años (hoy cuento con 26) y que doy por culminado a la fecha, fui fiel a "imprimir" las líneas que iban acudiendo a la mano, sin mayor proceso de edición, sin mayor proceso de raciocinio. Otros en cambio son fruto de procesos reflexivos que no quiero calificar de profundos, pero sí por lo menos de concienzudos.

Son versos bastante sencillos, con un lenguaje asequible, y mínimo. Sin mayores sofisticaciones, artificios o recursos, poemas sin mayores pretensiones.

Creo que este blog constituye el medio más adecuado y preciso para poder compartir este poemario con las personas que se toman el trabajo de leerme, precisamente por la libertad que implica no tener el control de lo que se escribe una vez publicado en este formato digital, que nos permite además, de la forma mas impune, seguir editando ilimitadamente, aun después de publicar.

Soy un amante de la naturaleza, admirador de la perfección de la creación, y en resumen, un hombre espiritual. Hay que ver la potencia del latir del corazón del caballo, después de correr a campo abierto, sin mas límite que su propio cuerpo. Hay que ver el latido impresionante del colibrí en su aletear, cuyo corazón, siempre a punto de estallar, sostiene esa maravillosa criatura, en un hermoso equilibrio entre una máquina perfecta y un ser viviente. Cuando escribí algunos de estos poemas, a veces el corazón se quería salir del pecho de emoción,  al permitir que las teclas hablaran por sí solas, y yo ser, en el proceso de la creación literaria, solo una impresora humana, un medio entre la creación que reposa en la mente, y el mundo exterior. El título de la obra se encuentra inspirado, en buena parte, en la observación de la magnificencia y perfección de este órgano; y por otra parte, en el poema de Barba Jacob, "canción de la vida profunda", que habla de lo cambiante que pueden llegar a ser las emociones en nuestro corazón.

El poemario está compuesto de seis partes, donde fueron agrupados cronológicamente los poemas desde los mas básicos y primeros (escritos desde hace aprox. 8 años), hasta los más recientes (escritos en 2011). Iré publicando una a una las partes que lo contienen hasta su totalidad.

sin más, sean bienvenidos.

Alan Corvis.







Aléjate sol,
no quemen tus rayos
estas tristes alas
de Ícaro solitario
Que anhela volar
pero que teme.
Me acostumbré a temer,
a  la luz, al fuego, a la muerte.
Tú eres el sol.





*

¿Tiene ya decir te amo
algún sentido?
¿sirve de algo
abrirme ahora el pecho,
y escribir después lo dolido?

Sin embargo te espero.
Aun te espero.
Te espero y no espero ya más
que tu pétreo y frio olvido.





*       

Hoy he parido dos poemas
el uno ya vivido
el otro aun no dolido.
y el olvido,
que ya no me apena
y el sentido que ya no me apremia
te han dejado volar a prados de viejos sueños
que galopan en su libertad.





*

Cuando se me da por recrearte,
acudo al almacén de tus recuerdos.
Más ya no encuentro,
más que silencio,
más que consuelo
y esta extraña paz de no tener tus ojos
tus labios, tu cuerpo
presentes,
tan presentes
acudiendo prontos
a mi propia hoguera.
He olvidado sin más motivo,
que el de olvidar por olvidar.






*

Dicotomía.

Despierto y es de día,
pero también es la noche
de los recuerdos
de los lamentos
de la agonía;
del sufrimiento del alma mía,
que se sumerge
entre estos azules versos.

Y una luz divina
golpea mi rostro, (espiritual)
caricia de agua marina
cabalgando rauda por la alcoba,
me despierta del sueño que vivo,
¿o de esta vida pobre que sueño?

Vivir o soñar.
extraña dicotomía
No.
es que solo logro vivir
mientras vivo la vida
en sueños



*

El asesino entró a la dependencia,
el manto de la noche le cubría
se detuvo, se decía:
de demonios es, injuriar la belleza,
los ángeles no porfían.
No obstante, optó por lo obscuro.





*

Gozo la blanca libertad
de decidir
cómo he de matarme.

¿Verso suicida?
No.
Verso de vida.





*

Ya no escribo flores.
Solo letras muertas salen de mi pluma.
la disonancia de una vieja cuerda,
los reflejos de un espejo roto,
Y este rostro demacrado de anciano joven.

Letras como ánimas vagando sin rumbo
en la amplia sombra de la noche
 que es la vida.





*

Quiero desollar mis recuerdos
de la piel vieja de la nostalgia.
Quede al final la carne viva,
de las alegres brisas del alma.






*

Tú sigue la vida,
ella transita otros caminos…
senderos que no son los míos.





*

Mis barcos han anclado.
En ti por fin
arribaron a su puerto.





*

Yo lo creo por absurdo.
El misterio…
es que no hay misterio alguno.

Jugamos altaneros ante lo eterno
Que es cosa solo de inmortales.




*

Cierto día dormí una siesta de dos mil años,
y cuando desperté,
descubrí con asombro que me había perdido una vida entera…
la mía.





Corvis.

domingo, 12 de junio de 2011

Poema digital #1

Se tiene tiempo de sobra?


Si tienes un smart phone, puedes reconocer el codigo con tu mobil y leer el poema anexo.

jueves, 2 de junio de 2011

Shot literario: El argentino que se hizo querer por todos (por Gabriel García Márquez)






El Argentino Que Se Hizo Querer Por Todos






Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. 

A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en que momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible. 

Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de Mantequilla Nápoles. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo. 

Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también las que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer. 

Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de Lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande. Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. 

Años después, cuando ya éramos viejos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a si mismo en uno de los cuentos mejor acabados - El otro cielo -, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo. Cortázar lo describió así: "Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija. La cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y se rehúsa a dar el paso que lo devolverá a la vigília.". Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera percibido una interpelación semejante. Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con la que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez. 

Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elogías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.

Gabriel G. M.