lunes, 30 de abril de 2012

Shot Literario: El traje nuevo del emperador (Cuento por: Hans Christian Andersen)



Cuando sea grande, quiero ser como este niño.


El traje nuevo del Emperador 
[Cuento infantil.
 Texto completo] 
Hans Christian Andersen
Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
FIN

domingo, 22 de abril de 2012

Shot literario: William Wilson (Cuento por: Edgar Allan Poe)




William Wilson 
[Cuento. Texto completo] 
Edgar Allan Poe

¿Qué decir de ella?
¿Qué decir de la torva conciencia,
ese espectro en mi camino?


-Camberlayne, Pharronida
Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del desprecio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no cuelga eternamente entre tus esperanzas y el cielo?
Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época -esos años recientes- llegaron repentinamente al colmo de la depravación cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo general los hombres caen gradualmente en la bajeza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se desprendió de mi cuerpo como si fuera un manto. De una maldad comparativamente trivial pasé, con la zancada de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo. Acompáñenme en el relato de la oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión -casi dije la piedad- de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los detalles que estoy por dar, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un erial de errores. Desearía que admitieran -y no pueden menos que hacerlo- que aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico se engastaba y dormía.
Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme en recuerdos de la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado como estoy por la desgracia -una desgracia, ¡ay! demasiado real- se me perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero, en la debilidad de algunos detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí mismos, asumen en mi imaginación una extraña importancia por estar relacionados con una época y un lugar en donde reconozco la presencia de las primeras ambiguas admoniciones del destino que después me envolvieron tan completamente en su sombra. Permítanme, entonces, que recuerde.
Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno extenso y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando, acompañados por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en grupo a través de alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el domingo, cuando marchábamos de modo igualmente formal a los servicios matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y lento subía al púlpito! Ese hombre reverente, de semblante tan modestamente benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca minuciosamente empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco antes, con rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!
En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más voluminosa. Estaba remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados; por eso, en cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del misterio, un mando de asuntos para solemnes comentarios o para aun más solemnes meditaciones.
El extenso muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos. De éstos, tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. El piso estaba nivelado y cubierto de grava fina y dura. Recuerdo bien que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en contadas ocasiones, como el día de llegada o el de partida del colegio o quizás, cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y nos íbamos alegremente a disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.
¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! Y para mí, ¡qué palacio encantado! Realmente sus recovecos eran infinitos, así como sus incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento resultaba difícil afirmar con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos.
Entre un cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Además, las alas laterales eran innumerables -inconcebibles- y volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más exactas con respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con precisión de en qué remoto lugar estaban situados los pequeños dormitorios que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.
El aula era el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto de vista- el más grande del mundo entero. Era muy largo, angosto y desconsoladoramente bajo, con puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de roble. En un ángulo remoto y aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se encontraba el sanctum donde rezaba "entre una clase y otra" nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de puerta maciza, y antes de abrirla en ausencia del "dómine" hubiéramos preferido morir por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos cerramientos similares sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso menos motivo de terror. Uno de ellos era la cátedra del preceptor "clásico", otro el correspondiente a "inglés y matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable irregularidad, había innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan cubiertos de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba de su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y en el otro un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin tedio ni disgustos los años del tercer lustro de mi vida.
El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o diviertan los sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud obtuvo del lujo, o mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi primitivo desarrollo mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho de outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, -un recuerdo débil e irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo -desde un punto de vista mundano- ¡qué poco había allí para recordar! Despertar por la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y los paseos; el campo de juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra de un hechizo mental totalmente olvidado después, llegaba a abarcar una multitud de sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo de variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh, le bon temps, que ce siècle de fer!"
En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente, fui ganando ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre todos... con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser pariente mío, llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable porque pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos apellidos comunes que, desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que según la fraseología del colegio formaban nuestro "grupo", se atrevía a competir conmigo en el estudio, -en los deportes y rencillas del campo de juegos- negándose a creer ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un despotismo supremo e ilimitado es el despotismo que ejerce en la juventud una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.
La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto más cuando pese a la bravuconería con que trataba en público tanto a él como a sus pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que pensar que la igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su verdadera superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente. Sin embargo, esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo la reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición que estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía destacarme. Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo no podía menos que observar, con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o sus contradicciones con un muy inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso. Yo sólo podía concebir ese singular comportamiento como el producto de una consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la protección.
Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros nombres idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en la escuela, lo que, entre los alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores, por lo general, no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba ni remotamente emparentado con mi familia. Pero con seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque después de egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1813 y esta es una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día de mi natalicio.
Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera no podía resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días manteníamos una discusión en la que me cedía públicamente la palma de la victoria, aunque de alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía siempre en lo que se ha dado en llamar "buenas relaciones", mientras en muchos aspectos nuestros temperamentos congeniaban, despertando en mí un sentimiento que sólo nuestras respectivas posturas impedían que madurara en amistad. Me resulta verdaderamente difícil definir y aun describir mis verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea; cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser odio, cierta estima, un respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante curiosidad. Para los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.
Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me llevaba a atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o encubiertos) por medio de la burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque concibiera mis planes con mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo poseía esa modesta y silenciosa austeridad del que, aunque goce de sus propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles y se niega totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por una enfermedad constitucional, que hubiese relegado a cualquier otro antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto en las cuerdas vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas audible. Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me proporcionaba.
Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me perturbaba más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; pero una vez que lo supo, no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por mi poco elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se presentó un segundo William Wilson en la academia, me indigné con él por llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que lo llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría constante en mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa de esa odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.
Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada circunstancia que tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi rival y yo. Entonces todavía no había descubierto el hecho notable de que fuésemos de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y percibí una singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me amargaba que entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que éramos parientes. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque lo disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a un parecido intelectual, personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para creer que (con excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas similitudes fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en todos sus aspectos y con tanta claridad como yo, pero que en tales circunstancias hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.
Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en palabras como en hechos, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin dificultad de mi manera de caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.
No me aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este minucioso retrato (porque con justicia no podía tildarse de caricatura). Me quedaba un consuelo: por lo visto era el único que notaba la imitación y sólo tenía que soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en secreto por el aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso general que fácilmente podría haber obtenido con sus astutas maniobras. Durante muchos meses fue un enigma indescifrable para mí que la totalidad del colegio no advirtiera sus designios, no percibiera sus intenciones, ni comprobara su cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez la gradación de su máscara la hizo menos perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la maestría del imitador que desdeñando la letra (que es todo lo que ven los obtusos en una pintura) sólo ofrecía en pleno el espíritu del original para mi contemplación y tormento.
Ya he hablado más de una vez del desagradable aire protector que Wilson asumía con respecto a mí, y de sus frecuentes y oficiosas interferencias que se interponían en mi voluntad. Esta interferencia muchas veces adoptaba la desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado que abiertamente ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando con los años. Y, sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de justicia de reconocer que no recuerdo ocasión alguna en la que las sugerencias de mi rival me incitaran a los errores o tonterías tan habituales en esa edad inmadura e inexperta: si no su talento o su sabiduría mundana. por lo menos su sentido moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día, yo hubiera podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber rechazado con menos frecuencia los consejos encerrados en esos susurros que en ese momento odiaba cordialmente y despreciaba con amargura.
Como sea, acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable supervisión y cada día me sentía más agraviado por lo que consideraba su intolerable arrogancia. He dicho ya que durante nuestros primeros años de relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson bien podrían haber madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin duda, en alguna medida, mis sentimientos se trocaron en similar proporción; en odio más profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y desde entonces me evitó, o simuló evitarme.
Si mal no recuerdo, en esa misma época tuvimos un violento altercado durante el que Wilson perdió la calma hasta un punto mayor que otras veces, y habló y actuó con una franqueza nada común en su carácter. En ese momento descubrí, o creí descubrir en su tono, en su aire, y en su apariencia general, algo que al principio me sorprendió y luego me interesó profundamente, trayendo a mi recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria misma aún no había nacido. Sólo logro describir la sensación que me oprimía diciendo que me resultó difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en alguna época muy lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación en algún punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se desvaneció con la misma rapidez con que había llegado, y si la refiero es para precisar el día en que mantuve la última conversación con mi extraño tocayo en la academia.
La enorme casa vieja, con sus innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos contiguos de gran tamaño donde dormía la mayoría de los estudiantes. Como sucede inevitablemente en un edificio tan mal proyectado, había asimismo una cantidad de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras de la estructura, y que el ingenio económico del doctor Bransby también había habilitado como dormitorios; pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran alojar más que a un sólo individuo. Wilson ocupaba uno de esos cuartos pequeños.
Una noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela e inmediatamente después del altercado que acabo de mencionar, cuando todos dormían, me levanté, y lámpara en mano me interné por interminables pasillos angostos rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle una de esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento siempre infructuosas. Tenía intenciones de llevar a cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson percibiera toda su malicia Al llegar a su cuarto, entré en silencio, y dejé afuera la lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y escuché el sonido de su respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y me aproximé con ella a la cama. Ésta se hallaba rodeada de pesadas cortinas; siguiendo con mi plan, las aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de luz iluminaron de golpe al durmiente, mientras mis ojos se clavaban en su cara. Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado. Respiré con dificultad, me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido, pero intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran esos... ésos, los rasgos de William Wilson? Veía sin duda que eran los suyos, pero me estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que no lo eran. ¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo mientras mi cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa su apariencia -seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después su obstinada e insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis costumbres y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las posibilidades humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de su constante y sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso apagué la lámpara, salí en silencio del cuarto y abandoné en el acto los salones de esa vieja academia a la que no regresaría jamás
Después de pasar algunos meses holgazaneando en casa, me hallé convertido en un estudiante de Eton. El breve intervalo transcurrido bastó para debilitar el recuerdo de los acontecimientos ocurridos en la academia del doctor Bransby, o por lo menos para modificar los sentimientos que esos recuerdos me inspiraban. La verdad -la tragedia- del drama, ya no existían. Ahora podía dudar de la evidencia de mis sentidos, y las pocas veces que recordaba el episodio me sorprendían los extremos a que puede llegar la credulidad humana y sonreía ante la fuerza de la imaginación que poseía por herencia. Dado el género de vida que empecé a llevar en Eton era lógico que este escepticismo no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en el que inmediata y temerariamente me sumergí, barrió con todo lo que no fuera el pasado reciente ahogando de inmediato toda impresión sólida o seria y dejando en mi recuerdo tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.
No deseo, sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable libertinaje, un libertinaje que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia de la institución. Transcurrieron tres años de locura que no me dejaron ningún provecho, sino que arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita, aumentaron mi estatura corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta disipación, invité a un grupo de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos encontramos ya avanzada la noche, porque nuestra orgía debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con libertad el vino, y no faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris de la aurora apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio estaba en su punto más alto. Excitado hasta la locura por las cartas y el alcohol, yo insistía en un brindis especialmente blasfemo cuando de repente atrajo mi atención la puerta que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa de un criado. Decía que una persona me reclamaba con desesperada urgencia en el vestíbulo.
Salvajemente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en lugar de sorprenderme. Salí tambaleante y en pocos pasos estuve en el vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y bajo, no había lámpara, y sólo la pálida claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular. Al transponer el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma estatura, que vestía una bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como la que llevaba yo puesta en ese momento. La débil luz me permitió percibirlo, pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar, vino presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, me murmuró al oído las palabras:
-¡William Wilson!
Recuperé en el acto la sobriedad.
En los modales del desconocido, y en el temblor de su dedo suspenso entre mis ojos y la luz, había algo que me llenó de indescriptible asombro; pero no fue eso lo que me conmovió con mayor violencia. Fue la solemne admonición que contenían aquellas palabras sibilantes pronunciadas en voz baja y singular; y por sobre todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas sílabas escasas, simples y familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con mil turbulentos recuerdos de días pasados, y que golpearon mi alma con el impacto de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis facultades, mi visitante había desaparecido.
Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi imaginación, fue también un efecto pasajero. Durante una semana me ocupé en hacer toda clase de investigaciones o me dejé envolver en una nube de especulaciones morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad del singular individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y que me acosaba con sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la academia del doctor Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo después dejé de pensar en el asunto; mi atención estaba completamente absorbida por el proyecto de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto me trasladé; mis padres, en su irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario y una pensión anual que me permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi corazón, y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más opulentos ducados de Gran Bretaña.
Excitado por tantos medios para fomentar el vicio, mi temperamento se desbordó con renovado ardor, y en la loca infatuación de mis francachelas mancillé las más elementales normas de decencia. Pero sería absurdo detenerme en los detalles de mis extravagancias. Baste decir que fui más despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre a una multitud de nuevas locuras, agregué un apéndice nada breve al largo catálogo de vicios entonces habituales en la más disoluta universidad de Europa.
Sin embargo, resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el vil arte del jugador profesional y que, habiéndome convertido en adepto de esa ciencia despreciable, la practicara con frecuencia, corno un medio de aumentar aún más mis enormes rentas a expensas de mis compañeros más débiles de carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la misma enormidad de esta ofensa contra todos los sentimientos varoniles y honorables demostraba, más allá de toda duda, la principal ya que no la única razón de la impunidad con que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas, no hubiera preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejante vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson -el más noble y liberal compañero de Oxford- ese cuyas locuras (según decían sus parásitos) eran sólo las locuras de la juventud y de la fantasía, cuyos errores no eran más que caprichos inimitables, cuyos vicios más negros eran sólo descuidadas y atrevidas extravagancias?
Había estado dos años exitosamente entregado a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu de apellido Glendinning -tan rico como Herodes Atico según los rumores- y cuyas riquezas también habían sido fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un simple y, naturalmente, lo consideré un sujeto adecuado para poner a prueba mis habilidades. Lo invité a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del tahúr, le permití ganar sumas considerables para envolverlo más eficazmente en mis redes. Una vez maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esa partida fuera la última y decisiva) en las habitaciones de un compañero llamado Preston, amigo por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo, conseguí reunir un grupo de ocho a diez personas y me las ingenié para que la propuesta de jugar a las cartas pareciera accidental y la sugiriera la misma víctima. Para no prolongar un tema tan vil, no omití ninguna de las acostumbradas y delicadas bajezas de situaciones similares, hasta tal punto repetidas que sorprende que todavía existan seres tan tontos que caigan en la trampa.
Dilatamos el juego hasta altas horas de la noche y por fin llevé a cabo la maniobra gracias a la cual Glendinning quedaba como mi único adversario. El juego también era mi preferido: el écarté. El resto de los invitados, interesados por nuestra partida, abandonó sus propias cartas y nos rodeó. El parvenú, a quien al principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba las cartas, las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en parte podía explicar. En poco rato se convirtió en mi deudor por una importante suma y entonces, después de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas. Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis repetidas negativas le provocaron algunas réplicas coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más que demostrar hasta qué punto había caído la presa en mis redes: en menos de una hora, su deuda se cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning perdía el tinte rubicundo provocado por el vino; pero ahora, para mi sorpresa, percibí en él una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro que me sorprendió, porque en respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas, aunque importantes en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo seriamente, y mucho menos afectarlo con tal violencia. Lo primero que pensé era que estaba agobiado por el vino que acababa de beber; y más por mantener mi reputación a los ojos de mis compañeros que por motivos menos interesados, me disponía a exigir con tono perentorio la suspensión de la partida, cuando algunas frases dichas a mi alrededor y la exclamación de total desesperanza que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de provocar su ruina total en circunstancias que, al convertirlo en objeto de la piedad general, deberían haberlo protegido hasta de los ataques de un espíritu maligno.
Es difícil saber cuál debía haber sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi víctima creaba un clima de incómodo abatimiento en todos los presentes; hubo algunos instantes de profundo silencio durante el que me ardieron las mejillas ante las miradas abrasadoras de desprecio y de reproche que me dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso que el peso intolerable de mi ansiedad se vio durante breves instantes aliviada por una repentina y extraordinaria interrupción. Las pesadas puertas plegadizas de la habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que, como por arte de magia, se extinguieron todas las velas del cuarto. Pero las llamas, agonizantes, nos permitieron percibir la entrada de un desconocido, un hombre aproximadamente de mi estatura, completamente envuelto en una capa. La oscuridad era ahora total y sólo podíamos sentir que el desconocido estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse de la sorpresa provocada por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del intruso.
-Señores -dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás olvidado que me estremeció hasta la médula-. Señores, no me disculparé por mi comportamiento, porque al conducirme de esta manera cumplo con un deber. Sin lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del que esta noche le ha ganado a lord Glendinning una importante suma al écarté. Por lo tanto les señalaré una manera expeditiva para obtener esta tan necesaria información. Por favor examinen con cuidado el paño de su manga izquierda y los pequeños paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos de su bata bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera podido oír la caída de un alfiler sobre el piso. Al terminar de hablar, salió tan abruptamente como había llegado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Necesito decir que experimenté todos los horrores del condenado? No tuve tiempo de reflexionar. Varias manos me aferraron con rudeza, impidiéndome todo movimiento, y de inmediato se volvieron a prender las luces. Enseguida me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las cartas esenciales en el écarté, y en los bolsillos de mi bata una serie de mazos de barajas idénticos a los que utilizábamos en nuestras partidas, con la única excepción de que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées: los honores eran levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas a los costados. De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según lo acostumbrado, invariablemente proporciona un honor a su adversario, mientras el tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su víctima ninguna carta de importancia en el juego.
Cualquier explosión de indignación ante lo que acababan de descubrir me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio o la sarcástica compostura con que lo recibieron.
-Señor Wilson -dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del piso una lujosa capa de pieles excepcionales- señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía frío y al salir de mi habitación me había echado la capa sobre los hombros quitándomela luego al llegar a la escena del juego). Supongo que está de más buscar aquí mayores pruebas de su habilidad -comentó, observando los pliegues de la capa con amarga sonrisa-. Ya tenemos bastantes. Espero que comprenda la necesidad de abandonar Oxford y, en todo caso, de salir inmediatamente de mis aposentos.
Envilecido, humillado como estaba, es probable que hubiera respondido a tan exasperante lenguaje con un arrebato de violencia si en ese momento mi atención no hubiese sido atraída por un hecho sorprendente. La capa que me había puesto para la reunión era de pieles extremadamente raras; tan poco comunes y extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su precio. También el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era exigente hasta la fanfarronería en cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso, cuando el señor Preston me alcanzó la que acababa de levantar del piso, cerca de las puertas plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se acercaba al terror, que yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente la había colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en todos y cada uno de sus detalles. Recordé que el extraño personaje que me desenmascarara estaba envuelto en una capa al entrar y, aparte de mí, esa noche ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo que me quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la mía; salí de la habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la mañana siguiente inicié un viaje al continente sumido en un abismo de horror y de vergüenza.
Huía en vano. Mi maldito destino me persiguió exultante y me demostró, sin lugar a dudas, que su misterioso dominio acababa de empezar. Apenas puse mis pies en París tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera experimentar el menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo con inoportuna y espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú. ¿Dónde, en verdad, no tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo del corazón? Por fin huí, presa de pánico, de esa inescrutable tiranía, como si se tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos confines de la tierra.
Y una y otra vez, en secreta comunión con mi espíritu, me preguntaba; "¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?" Pero no encontré la respuesta. Entonces estudié con minuciosidad las formas y los métodos y los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia. Pero aún en eso no había en qué basar una conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna de las múltiples instancias en que se había cruzado últimamente en mi camino lo había hecho más que para frustrar planes o malograr hechos que, de haberse cumplido, hubieran culminado en una amarga maldad. ¡Pobre justificación es ésta, en verdad, para una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!
También me había visto obligado a notar que, durante un largo período, mi verdugo (que escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su capricho de vestirse de manera idéntica que yo) consiguió que, en la ejecución de sus variadas interferencias a mi voluntad, nunca y en ningún momento pudiera ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos, era el colmo de la afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me amonestó en Eton, en quien malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como mi avaricia en Egipto. que en éste -mi archienemigo y genio maligno-, dejaría de reconocer al William Wilson de mis días de escolar. al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la academia del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero permitan que me apresure a llegar a la última escena del drama.
Hasta allí yo había sucumbido con indolencia a su imperioso dominio. El sentimiento de profundo temor con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente ubicuidad y omnipotencia de Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su naturaleza, y las conjeturas que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi absoluta debilidad y desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y renuente sumisión a su arbitraria voluntad. Pero últimamente me había entregado por completo a la bebida, y la terrible influencia que ésta ejercía sobre mi temperamento hereditario me llevó a impacientarme cada vez más ante esa vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi imaginación la que me indujo a creer que con el aumento de mi propia firmeza, la de mi torturador sufriría una proporcional disminución? Sea como fuere, empecé a sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el tiempo fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no seguir tolerando esa esclavitud.
Fue en Roma, durante el carnaval de 18..., que asistí a un baile de máscaras en el palazzo del duque napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad que de costumbre por el exceso de bebida, y luego la atmósfera sofocante de los salones atestados me irritó hasta un punto intolerable. Además, la dificultad de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó en gran medida a aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso (permítanme no decir con qué indigno motivo) a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa confianza ella me había confiado el secreto del disfraz que luciría esa noche, y habiéndola vislumbrado a la distancia me apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí que una mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable, bajo y maldito susurro junto a mi oído.
En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía, vestía un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo del que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría por completo la cara.
-¡Miserable! -grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba parecía atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré... no permitiré que me persigas hasta la muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo sin que se resistiera.
En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra la pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con un pequeño suspiro, desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.
El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio material en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo -en mi confusión, al menos, eso me pareció al principio-, se alzaba donde antes no había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia mí.
Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!
Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
-Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú mismo!

miércoles, 4 de abril de 2012

Argo-Filosofía: Nicolás Gómez Dávila (Escolios, Parte I)





Nicolás Gómez Dávila (BogotáColombia18 de mayo de 1913 – Bogotá, 17 de mayo de 1994) fue un escritor y filósofo colombiano. Ha sido uno de los críticos más radicales de la modernidad. Alcanzó reconocimiento internacional sólo unos años antes de su fallecimiento, gracias a las traducciones alemanas de algunas de sus obras.

Gómez Dávila pasó la mayor parte de su vida entre su círculo de amigos y los límites de su biblioteca. Perteneció a la alta sociedad colombiana y se educó en París. Debido a una severa neumonía, pasó cerca de dos años en casa, donde sería educado por profesores particulares y desarrollaría su admiración por la literatura clásica. Sin embargo, nunca asistió a una universidad. En la década de 1930, regresó a Colombia y nunca volvió a visitar Europa, excepto durante una estancia de seis meses con su esposa en 1949. Reunió una biblioteca personal inmensa que contenía más de 30.000 volúmenes (conservada actualmente por la Biblioteca Luis Ángel Arango deBogotá) en torno a los cuales centró toda su existencia filosófica y literaria. En 1948 ayudó a fundar la Universidad de Los Andes en Bogotá.[editar]
Biografía

Extraordinariamente erudito, profundo conocedor de las lenguas clásicas, defendió una antropología escéptica fundada en el estudio profundo de Tucídides y de Jacob Burckhardt. Consideraba que las estructuras jerárquicas debían ordenar la sociedad, la Iglesia y el Estado. Criticó el concepto de soberanía popular y también algunos cambios que introdujo la Iglesia Católica a raíz del Concilio Vaticano II, en particular la renuncia a celebrar la misa en latín. Al igual que Donoso Cortés, Gómez Dávila creyó que todos los errores políticos resultaban, en última instancia, de errores teológicos. Esta fue la razón por la que su pensamiento se describe como una forma deteología política.
Católico y de principios profundos, su obra es una crítica abierta a ciertas expresiones de la "modernidad" y, para algunos, a las ideologías marxistas, y a algunas manifestaciones de la democracia y al liberalismo, por la decadencia y la corrupción que abrigan. Susaforismos (a los que denominaba escolios) están cargados de una ironía corrosiva, de inteligencia y de profundas paradojas.


En esta publicación iniciamos una serie donde iremos compartiendo algo del pensamiento de este señor, cuya obra, a mi juicio, no ha sido debidamente valorada.

a continuación comenzaremos con escolios referentes al amor, a Dios y al universo.

(los escolios fueron tomados de este blog http://nicolasgomezdavila.blogspot.com/ )


SOBRE EL AMOR, DIOS Y EL UNIVERSO


  • Lo importante no es creer en Dios sino que Dios exista.
  • Dios es la condición trascendental de la absurdidad del universo.
  • Un Dios inteligible no seria un Dios confiable.
  • Dios es huésped del silencio.
  • Dios es el término con que le notificamos al universo que no es todo.
  • Hablar sobre Dios es presuntuoso, no hablar de Dios es imbécil.
  • Si Dios fuese la conclusión de un raciocinio no sentiría necesidad de adorarlo. Pero Dios no es sólo la substancia de lo que espero, sino la substancia de lo que vivo.
  • Lo que la razón juzga imposible es lo único que puede colmar nuestro corazón.
  • La vida religiosa comienza cuando descubrimos que Dios no es postulado de la ética, sino la única aventura en que vale la pena arriesgarnos.
  • La fe en Dios no resuelve los problemas, pero los vuelve irrisorios.
  • La fe no es convicción que debamos defender, sino convicción contra la cual no logramos defendernos.
  • Creo más en la sonrisa que en la cólera de Dios.
  • Dios es la región a donde llega finalmente el que camina hacia delante.
    El que no camina en órbita.
  • Si creemos en Dios no debemos decir: Creo en Dios, sino: Dios cree en mí.
  • Todo fin diferente de Dios nos deshonra.
  • No viviría ni una fracción de segundo si dejara de sentir el amparo de la existencia de Dios.
  • Amar es comprender la razón que tuvo Dios para crear lo que amamos.
  • Lo que aleja de Dios no es la sensualidad sino la abstracción.
  • Sólo hay instantes.
  • Sólo una cosa no es vana: la perfección sensual del instante.
  • Lo sensual es la presencia del valor en lo sensible.
  • Sensual es el objeto que revela su alma a los sentidos.
  • El amor ama la inefabilidad del individuo.
  • Amar es rondar sin descanso en torno a la impenetrabilidad de un ser.
  • El amor es el órgano con que percibimos la inconfundible individualidad de los seres.
  • Dios es la substancia de lo que amamos.
  • El rival de Dios no es nunca la creatura concreta que amamos. Lo que termina en apóstasis es la veneración del hombre, el culto de la humanidad.
  • Las perfecciones de quien amamos no son ficciones del amor. Amar es, al contrario, el privilegio de advertir una perfección invisible a otros ojos.
  • El amor no es misterio sino lugar donde el misterio se resuelve.
  • La interrogación sólo enmudece ante el amor.
    “¿Para qué amar?”, es la única pregunta imposible.
  • La sensualidad es la posibilidad permanente de rescatar al mundo del cautiverio de su insignificancia.
  • Repudiemos la recomendación abominable de renunciar a la amistad y al amor para desterrar los sufrimientos. Mezclemos al contrario nuestras almas como trenzamos nuestros cuerpos. Que el ser amado sea la tierra de nuestras raíces destrozadas.
  • Erotismo, sensualidad, amor, cuando no convergen en una misma persona no son más, aisladamente, que una enfermedad, un vicio y una bobería.
  • Un cuerpo desnudo resuelve todos los problemas del universo.
  • El amor es esencialmente adhesión del espíritu a otro cuerpo desnudo.
  • El amor utiliza el vocabulario del sexo para escribir un texto ininteligible al sexo solo.
  • El alma no está en el cuerpo, sino el cuerpo en ella.
    Pero es en el cuerpo donde la palpamos.
  • Las solas leyes biológicas no tiene dedos suficientes sutiles para modelar la belleza de un rostro.
  • El hombre tiene tanta alma cuanta cree tener.
  • Un gesto, un gesto solo, basta a veces para justificar la existencia del mundo.
  • Todo es trivial si el universo no esta comprometido en una aventura metafísica.
  • Cuando termine la oración al último fetiche el universo se desvanecerá en la nada.
  • El mundo felizmente es inexplicable.
    (¡Qué sería un mundo explicable por el hombre!).
  • Cuando el historiador descubre que en un santo cristiano se escondió un Dios pagano, todos dejan de creer en el santo, yo comienzo a creer en el Dios.
  • El historiador de las religiones debe aprender que los dioses no se parecen a las fuerzas de la naturaleza sino las fuerzas de la naturaleza a los dioses.
  • Tan repetidas veces han enterrado a la metafísica que hay que juzgarla inmortal.
  • El mundo de los sentidos es una molécula de polvo entre un torrente de aguas invisibles.
  • Dicha es ese estado de la sensibilidad en el que todo nos parece tener razón de ser.
  • Una voz ebria de dicha es dato que revela secretos sobre la substancia misma del mundo.
  • La axiología es la única ciencia puramente empírica. El valor es la única presencia totalmente autónoma.
  • La fe no es conocimiento del objeto.
    Sino comunicación con él.
  • El escepticismo no mutila la fe, la poda.
  • Creer se asemeja más a palpar que a oír.
  • El hombre no se halla arrojado tan sólo entre objetos. También está inmerso entre experiencias religiosas.
  • El universo es un diccionario inútil para el que no aporta su propia sintaxis.
  • ¿Hacia dónde va el mundo?
    Hacia la misma transitoriedad de donde viene.
  • Llamamos “orígenes” los límites de nuestra ciencia.
  • Lo que unos llaman religión apenas nos asombra más que lo que otros llaman ciencia.
  • La puerta de la realidad es horizontal.

lunes, 2 de abril de 2012

Te doy una canción: Pequeña serenata diurna - Silvio Rodríguez.






PEQUEÑA SERENATA DIURNA
SILVIO RODRIGUEZ.


Con esta canción, que es mi favorita de Silvio Rodríguez ( ya se sabe cuanto me gusta la música de este señor), haré un ejercicio diferente en la dinámica de este blog. Trataré de hacer un análisis mas o menos profundo, obviamente desde mi perspectiva personal, lo cual permite al lector que haga el suyo propio, incluso sería interesante compartir apreciaciones. La canción es muy buena. Demasiado. Es a mi juicio una condensación de ideas libres asociadas a un ritmo excelso. Una bossa nova deliciosa que va progresando, hasta llegar a un solo musical espléndido que cierra la importante letra. Importante para la música, para la poesía, para mí.




Pequeña serenata diurna.
(letra)

Vivo en un país libre
cual solamente puede ser libre

en esta tierra, en este instante
y soy feliz porque soy gigante.
Amo a una mujer clara
que amo y me ama
sin pedir nada —o casi nada,
que no es lo mismo pero es igual—.
Y si esto fuera poco,
tengo mis cantos que poco a poco
muelo y rehago habitando el tiempo,

como le cuadra a un hombre despierto.
Soy feliz, soy un hombre feliz,
y quiero que me perdonen
por este día los muertos de mi felicidad.
Soy feliz, soy un hombre feliz,
y quiero que me perdonen
por este día los muertos de mi felicidad.
* * *
Esto opina Silvio acerca de la canción
Significado
“Esa canción la hice un poco como resumen, como un pase de cuentas, sin ninguna pretensión, como una conversación conmigo mismo. Una cosa muy propia que de pronto resultó ser una canción que decía muchas cosas para las demás personas también.”

*
ANÁLISIS DE LA LETRA
La canción es llamativa, incluso, desde el título. Una serenata diurna? quién da una serenata de día? no es mejor la noche para marcar de forma mas romántica el bello gesto de una serenata de amor? Porque para mí, esta, es una canción de amor y de agradecimiento, una manifiesto de la felicidad del autor que ha vivido tanto, que ha experimentado tantas cosas (sufrido) que ha hecho sufrir a otras. Para lograr un día, y a través de la pureza del amor, llegar a ser feliz.
He subrayado las frases mas interesantes y/o llamativas, y resaltado en negrita mis favoritas.

Vivo en un país libre
cual solamente puede ser libre
Ser libre en cuba, es ciertamente, y cuando menos, utópico. Pero el asunto es que muchos isleños partidarios del régimen, si bien no se conciben libres a sí mismos,  entienden a su país como una patria libre. Y en efecto lo es.
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y soy feliz porque soy gigante.
Inevitable, y automáticamente la asocio con esta frase: "Porque soy del tamaño de lo que veo, no del tamaño de mi estatura" de Fernando Pessoa. Soy feliz porque soy gigante, porque veo cosas enormes, el mar, el cielo quizás. 
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Amo a una mujer clara
que amo y me ama
sin pedir nada —o casi nada,
que no es lo mismo pero es igual—.
Esta frase es excelente. Amar a una mujer diáfana, transparente, sencilla, es una gran suerte. Y mas aún en estos tiempos de amores "light" y de amantes pobres. Amar a una mujer honesta y sincera, hallar una mujer así es una enorme fortuna. 
Amar y no pedir nada a cambio, ese amor sencillo que ni siquiera pervive bajo la condición del amor correspondido. Aunque "o casi nada" deja entrever, que por lo menos, lo único que pide a cambio esta mujer por su amor, es amor a cambio. 
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Soy feliz, soy un hombre feliz,
y quiero que me perdonen
por este día los muertos de mi felicidad.
Y esta, en especial esta, es de mis frases favoritas, de toda la discografía y poesía de Silvio. Tantos muertos cuesta nuestra felicidad, tantas desilusiones, tanto daño colateral. Tanta búsqueda, tanta tristeza, tanta soledad, al final, cuando hallas a la mujer diáfana, eres feliz, a costa de todo, por eso, que me perdonen mis muertos, si a pesar de todos ellos, puedo un día como hoy decir que soy feliz.
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OPINIONES VARIAS ACERCA DE LA CANCIÓN
Por otro lado, quisiera a modo de complementación al ejercicio de analizar esta canción, citar algunas opiniones acerca de esta, de anónimos que fui hallando casualmente en la Internet, y que llamaron mi atención o me gustaron.

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Anónimo dijo...
Yo creo que pequeña serenata diurna de silvio refleja de alguna manera un documento de identidad de Silvio, asi como Facundo Cabral tiene su "No soy de aqui ni soy de alla" Silvio tiene Pequeña Serenata diurna que de alguna manera se la canta a el mismo pero a su espiritu o alma... desconozco la definicion exacta pero se la canta a una parte de el para no traicionarse a si mismo...

Mi interpretacion...

Carlos, de México saludos
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Yermi Andrade
Los muertos de mi felicidad, son los que dieron su vida para que hubiera patria, son los que mueren por la vida, son los que ahora no estan, pero nos dejaron a nosotros sus sueños, son los que se fueron, para que nosotros vinieramos…
por eso se les pide perdon y queda cierta culpa, la carga de que nuestra felicidad este fundada en la muerte de quienes la forjaron…
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Sirah
Ha sido gracioso, que la primera entrada que ví sea la relativa a Silvio Rodriguez. Coincidentemente lo conocí personalmente, en una actuación en Santiago de Compostela, y la verdad, me cayó fatal..fatal, tanto que dejé de escucharle, jaja. Sin embargo, algunas canciones suyas son mágicas, independientemente de mis “tonterias” personales, jaja. Y creo que son como buena poesía, multiinterpretables, Pablo, lo interpreta muy bien, como algo político. A mi esta expresión siempre me ha sido útil para sentir que para evolucionar, para crecer.. sin desearlo, dejas muchos muertos en el camino.. fruto de tu aprendizaje.
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Amadeo
Me encanta esta canción y creo que está claro que los muertos de mi felicidad son mis antepasados, los que tanto hicieron por mí, mi padre, mi madre. En el caso de Silvio, tienen un sentid especial, porque son los muertos porque Cuba sea lo que ahora es Cuba un pais libre de intereses financieros. Las actuales democracias occidentales n sn libres. Dependen de los bancos y de ahí la crisis que hace que personas honradas que han querido vivir segun ese sistema estén en la ruina, porque realmente la democracia occidental actual tiene como gobierno a los bancos, ese es el problema. Amo a una mujer clara y me ama sin pedir nada- o casi nada- que no es lo mismo, pero es igual. Almitxu, te amo.

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Carolina dijo
A mi me parece que esta canción no está necesariamente enmarcada en un conexto político. He interpretado esta canción de una manera bien diferente. Claro Cuba es el único país socialista en un mundo capitalista, Cuba podría ser el único país libre "cual solamente puede ser libre". En realidad no tengo ningun interés en defender ningún regimen político, pero las frases "y soy feliz por que soy gigante. Amo a una mujer clara
que amo y me ama
sin pedir nada"; "y si esto fuera poco, tengo mis cantos que poco a poco";"Soy feliz"... me hacen pensar que en realidad se trata de un hombre sencillo, como cualquiera de nosotros, que vive en un pais cualquiera, y sobre todo, que es feliz con las pequeñas cosas de la vida, y me parece que en este punto radica la belleza del verso "Y soy feliz porque soy gigante", precisamente porque en realidad es un hombre pequeño, que se hace gigante porque disfruta al maximo estas pequeñas cosas de la vida; nos da a entender que en realidad se trata es de sentirnos gigantes, en el interior.
Respecto a la frase "y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad". Esta ha sido una de las frases que más a retumbado en mi cabeza por mucho tiempo, y lo que yo entiendo por ella, y por experiencia propia también, es que a veces nos vemos en situaciones,( y yo lo se -a todos nos pasa-) en que somos felices a costa de la felicidad de otros; nuestra felicidad puede ser el llanto de otros....

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Juan Carlos Balderas dijo

Creo que la interpretación más justa es la que refiere Abel Miranda. Silvio se refiere precisamente a los mártires de la patria, del "país libre, cual solamente puede ser libre", que no es otro sino la misma Cuba.
Recordar la dedicatoria que Silvio hace de esa canción en el concierto en Chile: "Lo he pensado bien, todas las felicidades cuestan muertos...esta canción la quiero dedicar desde lo más profundo de mi a Víctor Jara".