jueves, 10 de noviembre de 2011

Anton Chejov y su papel en la historia del cuento moderno

ANTON PAVLOVICH CHÉJOV


Chejov al igual que Edgar Allan Poe y Raymond Carver, son a mi juicio, los padres del cuento moderno, ya considerado como un género en sí mismo dentro de la literatura. El día de hoy y por medio de esta publicación que encontré el otro día en un blog que citaré al final, conoceremos en detalle la gran relevancia de este magnífico autor, para este genero que tanto nos fascina. 


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El cuento tiene futuro. De alguna forma, la velocidad de los tiempos hacen del relato y el cuento dos géneros literarios a perdurar. Requieren de precisión, dominio literario y exigen para su escritura captar la atención del lector, introducirlo en un ambiente y en una situación con rapidez, sin demasiadas explicaciones. La democratización de la novela la está haciendo rígida, anquilosada, antigua y sin peso real. Sigue siendo el género rey, el más vendido, el que más se consume, pero el tipo de novelas en auge nos remiten a tiempos lejanos, algo similar a lo que le sucede en el cine. Continúa habiendo excelentes novelas, de eso no cabe la menor duda, pero digamos que la influencia de éstas se ha visto ensordecida por la importancia de obras sin ningún valor literario que parecen inundar el mercado. Desconozco si es culpa de los lectores o de los editores. El problemas de la novela (distinto al de la poesía y el cuento, que son artes de la intimidad) es que requiere de muchos lectores para que sea efectiva. Incluso tengo la amarga sensación de que esta tendencia continuará, de que la Historia de la Literatura es posible que deje de existir tal y como la concebimos ahora, y resurgirá en el futuro ante un posible cambio de orden. Tampoco creo en las recetas que apuntó Vicente Verdú en su artículo sobre el devenir de la novela: me parecen miopes, desacertadas, una boutade.


Cortázar decía que el cuento breve moderno se caracterizaba por la economía de medios; las narraciones arquetípicas de los últimos cien años han nacido de una despiadada eliminación de todos los elementos privativos de la nouvelle y de la novela, los exordios, circunloquios, desarrollos y demás recursos narrativos. Aseguraba que no había diferencia genética entre este tipo de cuentos y la poesía como la entendíamos a partir de Baudelaire. Sin duda, el padre del cuento moderno es Anton Chejov. Su influencia literaria marcó no sólo el desarrollo del género -lo separó de esa idea errónea de literatura infantil o menor-, sino que estableció lugares narrativos distintos e hizo que la trama de los mismos no fuera lo importante, centrándose en el repentino extrañamiento humano, en ese transcurrir hacia otros lugares de conciencia a los que llegaban sus protagonistas de modo azaroso. La elegancia de los relatos chejovianos es indudable. La mayor parte de la gran literatura norteamericana del siglo XX -probablemente los mejores cuentistas junto a los suramericanos- bien nutrida por un numeroso grupo de autores que cultivaron este género, le deben muchísimo al maestro ruso. Cultivó el teatro con talento, amó a numerosas mujeres y de alguna forma aspiró al silencio. En sus cuentos se percibe esa distancia hacia el mundo, algo que en ocasiones fue tomado como desprecio o desatención, siendo simplemente hartazgo, mera inteligencia, o resultado de su temprana enfermedad. Sus relatos arrancan del azar, de un gesto o un suceso mínimo que conforma la trama a través de sutiles variaciones. De alguna manera anticipó la forma de pensar del hombre contemporáneo, ese aleteo sin heroísmo que tiñe nuestra vida, que la hace insulsa a menudo, aburrida, llena de intervalos emocionales que son los que determinan nuestra biografía y no la acción que nos ofrece como elemento central la cultura predominante. Cortázar, que leyó extraordinariamente los cuentos de Chejov, sin escoger en el fondo sus formas en su propia literatura, dijo: Hay hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora en la que se ahnela ser uno mismo y lo inesperado. De eso hablan los relatos de Chejov. El conflicto había dejado de ser acción para convertirse en sensación, una sensación capaz de hacer mirar a los personajes su entorno de otra forma, de impulsar los gestos más exagerados o los silencios mas insignificantes.
La aportación literaria de Chejov fue muy honda. Introdujo un tiempo diferente en la manera de narrar -algo similar a lo que hizo Proust o Thomas Mann en el genero novelístico-, aunque sus relatos parecen teñidos de clasicismo. La arquitectura de sus narraciones se componía de elementos en apariencia prescindibles o poco reseñables, pero de alguna manera, el ambiente que generaban eran la base de su desarrollo. Sus cuentos son tan humorísticos como tristes; los personajes oscilan entre el patetismo, la indiferencia y el anhelo de ser. Parecen aburridos, imperfectos, sumidos en estados melancólicos y depresivos, otras decididos, aun cuando se vislumbra el error en ello, ridículamente instalados en una seguridad que nos provoca jocosidad; Chejov nos permite observarlos de lejos, reconocernos en cada uno de ellos, con esa distancia suya que no es indiferencia, sino más bien curiosidad (Chejov quizá fuera la reencarnación de un gato). Los héroes de Chejov suelen mostrarnos una resignación anodina que casa muy bien con nuestra época. Tanto lo aparentemente bueno que hacen como lo malo, responde a imperceptibles transformaciones del ánimo, que les empujan a inmiscuirse discretos en el mundo que los rodea. Es curioso que un autor tan despojado de los elementos de la literatura psicológica, ahondara de tal forma en los procesos emocionales con acierto. Podía haber sido irónico, o incluso cínico, pero en sus textos los protagonistas se entreven desde una lejanía amorosa, comprensiva, supongo que esto tenía que ver con su propio carácter. Aún así, en ocasiones, el Chejov autor se entrometía en los problemas de su tiempo. Él no era un político o un revolucionario, simplemente fraguaba los elementos característicos del cuento moderno: era un escritor enorme.

BREVE HISTORIA DEL CUENTO MODERNO.

Hasta Chejov, el cuento se centraba en la anécdota, su tiempo literario alcanzaba para tener un principio y una conclusión en el espacio de sus páginas, a menudo con una enseñanza subjetiva, con un afán moralizador y una trama que certificaba la espina dorsal de la pieza. No voy a entrar en el sentido de los cuentos infantiles, porque su importancia y su dificultad exigiría un número imposible de páginas para este blog.
Chejov tuvo dos precedentes ilustres, dos cuentistas extraordinarios a los que leyó con devoción, precursores de su inmensa aportación al género; Ivan Turgeniev y Guy De Maupassant (éste fue casi contemporáneo). Ambos son distintos, y oscilan, muy por encima de sus coetáneos, entre la vieja tradición cuentista y el cuento moderno. Los relatos de Turgeniev son de una belleza inquietante, comenzó a primar el ambiente por encima de los hechos (algo que Chejov llevó a su máxima expresión). Maupassant, ídolo decadente, famoso en su época, cuya muerte trágica lo inmortalizó aún más después, hizo de la anécdota misteriosa -o curiosa- su centro (no en vano muchos escritores de literatura de terror posteriores lo utilizaron como referencia, y es sin duda unos de los maestros del género).
Por utilidad, podemos considerar el cuento moderno divido en dos tradiciones rivales a partir de esos dos autores, la chejoviana y la kafkiana. Ambos determinan hasta nuestros días la mayor parte de las expresiones brillantes del cuento. Chejov iniciaba sus relatos de repente, sin más preámbulo que la descripción del espacio o las circunstancia de sus personajes, terminaba elípticamente, sin importarle en el fondo la existencia de un final, sino dejando que el tiempo continuara su proceso, desinteresado en rellenar los huecos que el lector pretendía alcanzar a cerrar a lo largo de la lectura. No era ni un moralista ni alguien dispuesto a dar lecciones. Sus asuntos eran sin duda corrientes, casi insulsos, su materia prima era la realidad. Kafka, sin embargo, barruntaba la fantasmagoría como elemento principal (quizá le impresionó más Maupassant que Turgeniev), lo extraordinario como punto de partida, aun cuando lo aproximara después a lo real con su talento, algo muy borgiano (Borges osciló en algún momento de su literatura entre los dos genios, aunque la crítica sitúe sus obras maestras en el entorno de Kafka). Para Chejov la realidad no poseía nada extraordinario a no ser la intensa evolución de lo imperceptible que se daba en su seno, la sutileza del cambio emocional y sus tremendos efectos en la mirada y la vida de los personajes. Para Kafka lo fantástico poblaba el mundo, y era a través de ese afán como se acercaba a la realidad. Cada cual que elija a su gusto, tal y como hicieron los excelentes cuentistas que les sucedieron. Ninguno de los dos se preocupó en exceso por contar una historia con principio y final, de perfilar en sus obras una intención ejemplificadora e ilustrativa, de ahí que sus estilos, incluso en sus herederos naturales, no sean fácil de diferenciar. Ambos compartían gusto por lo inacabado, lo transitorio, la continuo hasta el infinito; no les interesaba lo más mínimo la causa-efecto, la linealidad quebrada por la conclusión, el peso enorme del suceso. Según palabras de Harold Bloom, los dos escritores -y de esa manera definieron el cuento moderno-, afirmaron lo tácito del relato; la obligación del lector de entrar en actividad y discernir explicaciones que el escritor evitaba. Exigían que el lector escuchase con el oído interior. Eran elípticos en materia moral tanto como en la continuidad de la acción o en los detalles del pasado de sus personajes.
Los años posteriores nos han traído excelentes cuentistas que aprendieron y practicaron las enseñanzas de Chejov y Kafka. Entre los chejovianos, se encuentran la mayor parte de los grandes cuentistas norteamericanos: Hemingway, Cheever, McCullers, Capote, Flannery O´Connor, Alice Munroe, Katherine Anne Porter, Richard Ford, James Salter, William Faulkner, Salinger, Raymond Carver, Harold Brodkey, también europeos como Cesare Pavese, Kjell Askildsen, Ignacio Aldecoa, James Joyce, Thomas Mann, Isaac Bashevis Singer, o japoneses, como Yanusari Kawabata. En la tradición kafkiana el número de ilustres maestros también es elevado; Jorge Luis Borges, Boy Casares, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Augusto Monterroso, Italo Calvino, Milan Kundera, Tommaso Landolfi, Dino Buzzati, Boris Vian, Patricia Highsmith, Vladimir Nabokov, Clarice Lispector, Juan Rulfo, Eduardo Galeano, Kenzaburo Oé, Julián Rios, Haruki Murakami o Enrique Vila-Matas…

Anton Chejov e Ivan Tolstoi

EL ESPEJO CURVO (Un relato de Anton Chejov)

Mi mujer y yo entramos en la sala. Olía a musgo y humedad. Millones de ratas y ratones echaron a correr cuando alumbramos aquellas paredes que durante un siglo entero no habían visto la luz. Cuando cerramos la puerta tras de nosotros, entró una ráfaga de viento y se arremolinaron los papeles, amontonados por los rincones de la estancia. La luz cayó sobre aquellos papeles y distinguimos viejas inscripciones e imágenes medievales. De las paredes, que el tiempo había puesto semiverdosas, colgaban los retratos de mis antepasados. Sus rostros tenían una expresión altiva, severa, como si quisieran decir:
-¡Buena azotaina te mereces, hermanito!
Nuestros pasos resonaban por toda la casa. A mis toses respondía el eco, el mismo eco que en otros tiempos había respondido a mis antepasados. …
El viento ululaba y gemía. Alguien lloraba en el tubo de la chimenea, con llanto en que se percibía una nota de desesperación. Gruesas gotas de agua repicaban en las ventanas oscuras, empañadas, y sus golpes llenaban el ánimo de tristeza.
-¡Oh, antepasados, antepasados! – dije, suspirando profundamente-. Si fuera escritor, mirando los retratos escribiría una larga novela. Pues cada uno de estos viejos fue en su tiempo joven, y cada uno de ellos o ellas tuvo su novela… ¡y qué novela! Mira, por ejemplo, a esta vieja, mi bisabuela. Esa mujer tan fea y horrible tiene su novelita, que es de extraordinario interés . ¿Ves -pregunté a mi esposa-, ves el espejo que cuelga ahí, en el rincón?
Y señalé un gran espejo, con negro marco de bronce, colgado en un ángulo de la pared, cerca del retrato de mi bisabuela.
-Este espejo posee virtudes mágicas y fue la perdición de mi bisabuela, que lo compró por una cantidad enorme y no se separó de él hasta morir. Se miraba en el espejo día y noche, sin cesar; se miraba incluso cuando comía y bebía. Cuando se acostaba, siempre lo ponía a su lado, en la cama, y en trance de muerte pidió que lo colocasen con ella en el ataud. No lo hicieron así sólo porque el espejo no cupo.
-¿Era coqueta? – preguntó la esposa.
-Admitámoslo. Pero ¿no tenía, acaso, otros espejos? ¿Por qué tuvo tanto cariño precisamente por éste y no por otro? ¿Le faltaban, acaso, espejos mejores? No, querida; aquí se esconde algún misterio terrible. No puede ser de otro modo. La leyenda dice que en el espejo hay un diablo y que mi bisabuela sentía debilidad por los diablos. Desde luego, esto es absurdo, pero no hay duda de que el espejo con marco de bronce posee una fuerza misteriosa.
Sacudí el polvo del espejo, lo miré y solté una carcajada. A mi carcajada, respondió sordamente el eco. El espejo era curvo y mi fisonomía se torcía en todas las direcciones; me ví la nariz en la mejilla izquierda; el mentón, desdoblado en dos, se me había desplazado hacia un lado.
-¿Qué gusto más raro el de mi bisabuela! -dije.
Mi mujer se acercó indecisa al espejo, también se miró en él, y enseguida ocurrió algo horrible. Palideció, se puso a temblar convulsivamente de pies a cabeza y lanzó un grito. Se le cayó de la mano el candelabro, que rodó por el suelo, y la vela se apagó. Quedamos sumidos en las tinieblas. En el mismo instante oí caer algo pesado: mi mujer se había desmayado.
El viento gimió aún más lastimeramente, empezaron a correr las ratas, entre los papeles se agitaron los ratones. Los pelos se me pusieron de punta cuando se desprendió el postigo de una ventana y se vino abajo. Por la ventana apareció la luna…
Levanté a mi mujer y la saqué en brazos de la morada de mis antepasados. No volvió en sí hasta el día siguiente, al atardecer.
-¡Ese espejo! ¡Dadme el espejo! -dijo al recobrar el conocimiento-. ¿Dónde está el espejo?
Durante una semana entera no bebió, no comió, no durmió, no hizo sino pedir que le trajeran el espejo. Lloraba a lágrima viva, se arrancaba los cabellos de la cabeza, se agitaba, y, por fin, cuando el doctor declaró que mi mujer podía morir de consunción, y que su estado era de suma gravedad, vencí mi miedo, bajé otra vez a la antigua mansión y traje de allí el espejo de la bisabuela.
Al verlo, mi mujer se echó a reír de felicidad; luego lo agarró, lo besó y se lo quedó mirando, clavados los ojos en él.
Han transcurrido ya más de diez años y sigue contemplándose en el espejo sin sepárarse de él ni un solo instante.
-¡Es posible que ésta sea yo? -balbucea mientras que en su rostro, a la vez que el color de la púrpura, aparece una expresión de dicha y arrobamiento-. ¡Sí, soy yo! ¡Todo miente, menos éste espejo! ¡Mienten las personas, miente mi marido! ¡Oh, si antes me hubiera visto, si hubiera sabido cómo soy en realidad, no me habría casado con ese hombre! ¡Es indigno de mí! ¡A mis pies han de humillarse los caballeros más apuestos, los más nobles!…
En cierta ocasión, estando de pie detrás de mi mujer, miré casualmente el espejo y descubrí el espantoso secreto. Vi en el espejo a una mujer de deslumbrante belleza, como nunca había encontrado en mi vida. Era un prodigio de la naturaleza, un armónico acuerdo de hermosura, elegancia y amor. Pero ¿a qué se debía aquello? ¿Qué había sucedido? ¿Cómo era que mi mujer, fea y torpe, pareciera en el espejo tan maravillosa? ¿A qué se debía aquello?
Pues a que el espejo curvo torcía el feo rostro de mi mujer en todos los sentidos y por este casual desplazamiento de sus rasgos, su cara resultaba preciosa. Menos por menos daba más.
Y ahora, los dos, mi mujer y yo, permanecemos sentados ante el espejo y lo contemplamos sin separarnos de él un solo minuto; la nariz se me mete en la mejilla izquierda, el mentón, desdoblado en dos, se me desplaza hacia un lado, pero la cara de mi mujer es encantadora, y una pasión loca, insensata, se apodera de mí.
-¡Ja, ja, ja! -suelto riéndome a carcajadas como un salvaje.
Mientras mi mujer balbucea, con voz apenas perceptible:
-¡Qué hermosa soy!.

Anton Chejov. Relatos

Biografía

Dramaturgo y autor de relatos ruso, es una de las figuras más destacadas de la literatura rusa y europea. Hijo de un comerciante que había nacido siervo, Chéjov nació el 29 de enero de 1860 en Taganrog, y estudió medicina en la Universidad Estatal de Moscú. Mientras todavía estaba en la universidad publicó relatos y escenas humorísticas en revistas. Casi no ejerció la medicina debido a su éxito como escritor y porque padecía tuberculosis, en aquel tiempo una enfermedad incurable. La primera colección de sus escritos humorísticos, Relatos de Motley, apareció en 1886, y su primera obra de teatro, Ivanov, se estrenó en Moscú al año siguiente. En 1890 Chéjov visitó la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, en la costa de Siberia, para escapar de las inquietudes de la vida del intelectual urbano, y posteriormente escribió La isla de Sajalín (1891-1893), un relato de su visita. La frágil salud de Chéjov le llevó a trasladarse en 1897 de su pequeña propiedad cercana a Moscú a Crimea, de clima más cálido. También hizo frecuentes viajes a los balnearios de Europa central. Casi a finales de siglo conoció al actor y productor Konstantín Stanislavski, director del Teatro de Arte, de Moscú, que en 1898 representó su obra La gaviota (1896). Esta asociación de dramaturgo y director de teatro, que continuó hasta la muerte de Chéjov, permitió la representación de varios de sus dramas en un acto y de sus obras más significativas como El tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). En 1901 se casó con la actriz Olga Knipper, que había actuado en sus obras. Chéjov murió en el balneario alemán de Badweiler el 14/15 de julio de 1904. La crítica moderna considera a Chéjov uno de los maestros del relato. En gran medida, a él se debe el relato moderno en el que el efecto depende más del estado de ánimo y la sutil arquitectura de la composicion que de la trama. Sus narraciones, más que tener un clímax y una resolución, son una disposición temática de impresiones e ideas. Utilizando temas de la vida cotidiana, Chéjov retrató el pathos de la vida rusa anterior a la revolución de 1905: las vidas inútiles, tediosas y solitarias de personas incapaces de comunicarse entre ellas y sin posibilidad de cambiarse a si mismo dentro una sociedad perdida y decadente. Algunos de los mejores relatos de Chéjov se incluyen en el libro publicado póstumamente Los veraneantes y otros cuentos (1910). Dentro del teatro ruso, a Chéjov se le considera como un representante fundamental del naturalismo moderno. Sus obras dramáticas, lo mismo que sus relatos, son estudios del fracaso espiritual de unos personajes abocados a la resignación y la imposibilidad. Para presentar estos temas, Chéjov desarrolló una nueva técnica dramática, que él llamó de “acción indirecta”. Para ello diseccionaba los detalles de la caracterización e interacción entre los personajes más que el argumento o la acción directa. En una obra de teatro de Chéjov muchos acontecimientos dramáticos importantes tienen lugar fuera de la escena y lo que se deja sin decir muchas veces es más importante que las ideas y sentimientos expresados, como sucede en sus cuentos. Algunas de sus obras fueron inicialmente rechazadas en Moscú, pero su técnica ha sido aceptada por los dramaturgos y los espectadores modernos, y sus obras aparecen con frecuencia en los repertorios dramáticos más importantes del mundo.


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