miércoles, 15 de abril de 2009

Actualidad: Pena de Muerte




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Matar es matar.


He seguido con suma cautela el debate generado en el país, sobre la imposición de la pena de muerte a delitos considerados por unanimidad como “atroces”. Lo digo entre comillas, no por cuestionar el carácter abyecto y repugnante de conductas como la violación o el homicidio de niños; sino por la gran peligrosidad que reviste un paréntesis abierto en este sentido, además de la ambigüedad que ello implica. Es decir, lo peligroso es dejar aquella puerta abierta.

La discusión se abre en medio de una coyuntura. El país se hallaba conmocionado por el caso de un sujeto que en complicidad con dos personas más, secuestró a su propio hijo de once meses de edad. Poco a poco, los medios de comunicación (todos ellos) centraron extrañamente su atención en el caso, haciendo mover el aletargado aparato judicial hacia la resolución de dicha causa. La maquinaria investigativa del Estado le pisaba los talones al padre del menor, quien al verse acorralado y sin salida, optó tristemente por eliminar la fuente del problema.

Me parece sumamente positivo y necesario que los medios de comunicación en Colombia se esfuercen en colaborar a erradicar este tipo de conductas de nuestra realidad, vale el esfuerzo. Sin embargo hay que ser muy cuidadosos al encender hogueras en este país tan inquisitivo. Toda la Nación clamó por una pena ejemplarizante para el delincuente y sus secuaces, y la pena ejemplarizante fue impuesta. Se le aplicó al padre de la criatura el máximo de prisión permitido por nuestra ley penal.

A raíz de este horrible episodio, empezaron a escucharse por doquier voces dispersas que pedían penas más drásticas para delitos de este talante, y nuestro locuaz vicepresidente de la república brindó un eco de apoyo a este clamor tan evidentemente emotivo, declarando que en Colombia era necesario imponer pena de muerte a crímenes de esta magnitud, óigase bien, pena de muerte.

Que la opinión pública se halle dividida en diversas posiciones sobre este espinoso tema, es apenas natural y lógico, pero que el establecimiento gubernamental, se pronuncie mediante la voz del segundo al poder, de forma tan ligera en un tema tan trascendental en los más diversos aspectos, resulta sumamente grave. El Presidente intentó enmendar el error de su segundo, enviando un mensaje bastante moderado, apropiado y racional. A pesar de esto ya el debate estaba servido sobre la mesa, y azuzado por un miembro principal del Estado.

Se pronunció el vice diciendo no saber si Orlando Pelayo (el asesino y padre del niño) merecía seguir viviendo, después de haber cometido un crimen tan atroz, mostrando tal grado de desprecio por la vida humana.

Añadió que “no sabe si es necesario que un hombre merezca pasar toda la vida en la cárcel, a costa de los contribuyentes, cuando despreció a un ser humano tan indefenso, como lo es un bebé de 11 meses”.

Independientemente de la opinión que nos merezca el vicepresidente colombiano, es necesario lanzar esta bengala al aire en un momento de tanta excitación política en el país. El derecho a la vida es y debe ser inviolable, acorde a cuanto tratado internacional y declaratoria de derechos humanos haya a lo largo y ancho de la tierra, incluyendo nuestra propia constitución política.

El hecho de empezar a hacer salvedades sobre este derecho, el más fundamental y evidentemente imprescindible, sería como retroceder siglos atrás no solo en materia de política criminal, sino también en el desarrollo o fortalecimiento de las instituciones civiles, y la protección de los derechos humanos.

Apartándonos de la discusión sobre la legitimidad de gobierno, y de nuestra rama legislativa; considero que ni siquiera al más aceptable y popular de los gobiernos, le es permisible modificar, lo que a mi juicio debería ser una clausula pétrea constitucional, esto es, el derecho fundamental a la vida. Ninguna votación puede otorgar a los gobernantes poder tan absoluto sobre los ciudadanos, como el dejar a siempre cuestionables criterios subjetivos, el hecho de decidir quién debe o no morir.

Estas razones sin embargo poco parecen desalentar a los promotores de esta iniciativa. No obstante, paradójicamente han generado un gran dolor de cabeza al gobierno y a sus huestes. Es sumamente peligroso que se abra la puerta de la pena de muerte en un país donde más de veinte mil cadáveres, producto del conflicto armado, claman incesantemente desde el anonimato por justicia. En un país donde otros criminales también atroces, se encuentran bajo el manto impune de la justicia transicional y ad portas de recibir penas no mayores en el mejor de los casos a los cinco años de prisión.

Entonces acá surge una interesante cuestión que denota la parcialización tanto de la opinión pública como de las bien manejadas tendencias populares en este país. Se pide la guillotina para crímenes atroces como el homicidio y la violación toda vez que sean cometidos sobre niños; pero se brinda una sospechosa indulgencia a crímenes de lesa humanidad como el genocidio, y otras conductas de igual o mayor gravedad. Vaya una posición extraña en un país tan piadoso.

Nunca la muerte puede ser siquiera considerada como instrumento punitivo. Y aun en el caso más terriblemente doloroso, matar siempre será matar, y nadie, absolutamente nadie sobre este planeta, está legitimado a quitarle la vida a otro ser humao, y menos aun bajo pretexto de causas tan abstractas y maleables como la búsqueda de la justicia.

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